Tres razones para no disciplinar a un divorciado

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Introducción

Hace 6 años yo estaba pastoreando una iglesia y, junto con los otros pastores, decidí poner en disciplina a un hombre que pidió un divorcio de su esposa. En aquel entonces, tomé la decisión porque estaba convencido de que divorciarse de su cónyuge por algo que no fuera el adulterio o el abandono era pecado y que, como una comunidad que pertenecía a Cristo, teníamos la responsabilidad de disciplinar a los que seguían en pecado sin arrepentimiento. Sin embargo, al mismo tiempo sentía que le estaba fallando a este hombre porque sabía que lo que más necesitaba después de algo tan doloroso y difícil como el divorcio era el discipulado y el acompañamiento, no estar disciplinado, y mucho menos tener que justificarse delante de personas que no habían tenido que experimentar lo que él vivía en su matrimonio. A pesar de esto, en ese punto de mi ministerio, no veía ninguna otra opción, así que involucramos a toda la iglesia y le disciplinamos. Desde ese momento he tenido el privilegio y el reto de aconsejar y acompañar a incontables matrimonios en sus momentos más difíciles y, a través de esta experiencia y mucho estudio sobre el tema, ahora estoy convencido de que en la mayoría de los casos, la disciplina no es la respuesta adecuada ni bíblica al divorcio. En este artículo comparto 3 razones por las cuales he llegado a esta conclusión.

La razón principal por la cual, en la mayoría de los casos, la disciplina no es la respuesta adecuada ni bíblica al divorcio es porque el divorcio no siempre es pecado.

Ya vimos en un artículo previo que Dios permite el divorcio, por lo menos, en casos de adulterio, abandono, y negligencia emocional y física (Mateo 19:3-9, 1 Corintios 7:15, Éxodo 21:10-11). Cuando decimos que el divorcio en estos casos es pecado decimos que el Dios Santo permite el pecado, algo que es tanto ilógico como muy poco bíblico.

También vimos que el hilo común en todos estos casos bíblicos de divorcio es que por lo menos uno de los cónyuges ha roto sus votos matrimoniales (al abandonar al otro, al involucrarse en pecado sexual, o al descuidar al otro físicamente o emocionalmente) y que el divorcio es simplemente la declaración legal de lo que ya pasó cuando los votos se rompieron. Es decir, cuando decimos que el divorcio es pecado, estamos contradiciendo a Dios quien dice que en estas situaciones no es el divorcio lo que es pecado, sino lo que causó el divorcio.

Además, vimos en un artículo previo que Dios mismo se divorció de Israel por haber roto los votos de su pacto con Dios. Si decimos que el divorcio por causa de romper los votos es pecado, entonces hacemos que Dios sea pecador, algo que inmediatamente revela que nuestra postura no puede ser la correcta.

Es cierto que el divorcio siempre es el resultado del pecado (por esto Jesús se refiere a la obstinación que está relacionada con el divorcio en Mateo 19). Pero el que sea el resultado del pecado no significa que es pecado en sí. La cárcel existe por el pecado, pero no es pecado usarla para alguien que ha roto la ley. El divorcio existe por el pecado, pero no es pecado usarlo para alguien que ha roto sus votos matrimoniales.

La segunda razón por la cual, en la mayoría de los casos, la disciplina no es la respuesta adecuada ni bíblica al divorcio es porque la disciplina es para pecados externos, serios e impenitentes y en la mayoría de los casos el divorcio no cae en esta categoría, porque, como ya vimos, no siempre es pecado.

Por esta razón, en estos casos, no puede involucrar disciplina de ninguna manera a pesar de lo difícil y doloroso que sea siempre.

Otra razón por la cual no cae en esa categoría es porque, aunque parece ser “externo” porque todos se enteran del acto, realmente no lo es. Como pastor o como iglesia podemos ver “el divorcio”, pero no podemos ver lo que produjo el divorcio y, por ende, simplemente no podemos saber en la mayoría de los casos si es “la decisión correcta” o no. A menos que toda la iglesia haya formado parte del matrimonio (algo que en sí requeriría mucha explicación), la iglesia no puede saber definitivamente qué ha pasado detrás de puertas cerradas ni cómo le ha afectado a los dos. Por lo tanto, la iglesia no tiene el derecho de disciplinar a ningún miembro del matrimonio a menos que uno de ellos confiese un pecado serio, externo e impenitente (como el abandono, la negligencia perpetual o el adulterio sin arrepentimiento). Si un pastor o una iglesia lo hace en otros casos estoy convencido de que está abusando de su autoridad espiritual al hacerse una autoridad investigadora y legislativa que trata de buscar al más culpable y tomar partido, en lugar de un medio de restauración para todo pecador y todo santo.

Una tercera razón por la cual no cae en esta categoría es porque en muchos casos no es un acto “impenitente”. En mi experiencia, el gran porcentaje de verdaderos cristianos que se divorcian están *llenos* de arrepentimiento. Se arrepienten de haberse casado con esa persona, se arrepienten de las miles de formas en las cuales su propio pecado contribuyó a la situación actual, se arrepienten de haber llegado al punto en el que el divorcio parece ser la decisión más sana y, también, se arrepienten del divorcio en sí. No quiero decir que quieran volverse a casar con su ex-cónyuge, sino que odian el divorcio y aborrecen haber tenido que hacerlo. La palabra “impenitente” simplemente no aplica en la gran mayoría de los divorcios cristianos. Las excepciones serían los casos en los cuales uno de los miembros causó el divorcio debido a su propia negligencia, adulterio, o abandono y lo confiesa sin arrepentirse de estos actos.

Además, la disciplina es para los que se dicen cristianos pero demuestran comportamiento que contradice su profesión de fe. No es para “enseñarles una lección” a los que pecan (todo cristiano peca), sino para proteger a la iglesia de la vergüenza de tener un miembro cuya vida habitualmente contradice su mensaje y al pecador obstinado del peligro de pensar que está en Cristo cuando es probable que no lo esté. El ya no poder aguantar la negligencia física o emocional, el adulterio o el abandono no pone en duda la profesión de fe de un cristiano.

Es cierto que el divorcio, ya sea pecado o no, es algo serio. Muy serio. Pero la iglesia no tiene el llamado de disciplinar a los que  pasan por cosas serias, tiene el llamado de discipular a los que pasan por estas cosas. Así que, en la mayoría de los casos, la mejor respuesta es acompañar y discipular a los dos miembros del matrimonio sin importar lo que pase. Rara vez es mejor disciplinarlos.

La tercera razón por la cual, en la mayoría de los casos, la disciplina no es la respuesta adecuada ni bíblica al divorcio es porque revictimiza a la víctima y hiere a la persona ya herida.

Si un miembro del matrimonio está buscando el divorcio porque el otro ha roto los votos matrimoniales, esa persona ya ha sido victimizada y herida de una forma que va a llevar consecuencias que duran toda la vida. Cuando un pastor o una iglesia obliga a esa persona a justificar su divorcio, le está obligando a hacer lo mismo que su cónyuge le forzó a hacer: probar una y otra vez que realmente ha sido lastimado, que realmente es la víctima, y a revivir los momentos y los patrones más dolorosos una vez más con el miedo a que nuevamente no le crean.

Cuando un pastor o una iglesia disciplina a alguien que busca el divorcio, le está robando la oportunidad de ser discipulado, acompañado, de recibir la misericordia y empatía que más necesita. Le está castigando, como si el matrimonio y el fracaso de éste no fueran un castigo suficiente, y esperando que de alguna manera esta sanción les haga ser más como Jesucristo. Además de ser una estrategia sin sentido, es un crimen que no refleja el corazón del Cristo que piensan estar sirviendo. Sobre él, el salmista escribió “Pero tú ves la opresión y la violencia, las tomas en cuenta y te harás cargo de ellas. Las víctimas confían en ti; tú eres la ayuda de los huérfanos” (Salmo 10:14). Nunca quiero volver a ser un pastor cuyas políticas que más afectan a los que sufren no reflejan el corazón del Príncipe de los Pastores.

Conclusión 

El divorcio es un evento horroroso en el cual todos los pastores y toda la iglesia debería ser involucrados. Pero en la mayoría de los casos no deberían involucrarse para disciplinar a la persona o a las personas que están pasando por el divorcio, sino para ministrarlos.

Algunos dicen que el divorcio requiere la disciplina porque “Dios aborrece el divorcio”, pero además de ser una traducción posiblemente equivocada, es solamente una afirmación sobre Dios. También sería correcto decir que Dios aborrece la negligencia física, que Dios aborrece la negligencia emocional, que Dios aborrece el adulterio y el abandono. ¿Vas a decirle a una mujer que quiere divorciarse de su esposo porque violó a sus hijos que “Dios aborrece al divorcio”? ¿O vas a entender que en este caso Dios no odia lo que ella hace, sino lo que su marido ha hecho? El hecho de que Dios odie el divorcio no significa que el divorcio no sea una decisión permisible y adecuada en muchos casos.

Otros dicen que el divorcio requiere disciplina porque no refleja la imagen de Cristo y esto es el propósito del matrimonio. Hay por lo menos dos problemas con esa  afirmación. El primero es que no toma en cuenta el hecho de que Dios sí se divorció de Israel por sus votos rotos. Así que la persona que se divorcia de su cónyuge por no cumplir sus votos sí refleja la imagen de Dios. El segundo es que la negligencia física y emocional, el abandono, el adulterio, y el romper los votos de un pacto no reflejan la imagen de Dios. ¿Para qué nos enfocamos en el divorcio en lugar de lo que lo produjo?

Es bueno que estemos preocupados por lo que Dios aborrece y por lo que refleja la imagen de Cristo. Y es justamente por esta razón que no deberíamos disciplinar a la mayoría de los cristianos que se divorcian: porque Dios aborrece la injusticia y no refleja su imagen disciplinar a la gente que necesitan empatía en lugar de castigo.

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